Su vida es la peor de las pesadillas. Están sólos, lejos de casa, en un mundo hostil y nadie les entiende, nadie les mira. Porque no son nadie.
Penan por su familia y sus amigos, a los que no pueden ver; por su lengua, que no pueden oír; por las pequeñas y grandes costumbres de su tierra, por el aroma de su niñez, por el nombre que dejaron atrás, porque aquí sólo ven el color de su piel o sus bolsillos vacíos, porque detrás de cada esquina acecha un peligro y nadie les ayuda.
Sufren, en fin, del Síndrome de Ulises, descrito por el profesor durangués Joseba Achótegui. Sus palabras confirmaron lo que muchos de los asistentes a la charla del pasado viernes en Durango ven a diario. Nuestros pueblos están plagados de náufragos.
Su odisea no se limita al Mediterráneo, como la del héroe de Homero. La suya atraviesa África, el Sáhara, ése océano de arena en el que perecen cientos de seres humanos en silencio -si gritan, sus voces no llegan a nuestros oídos-. Los monstruos a los que se enfrentan les engañan, les extorsionan, violan a las mujeres -pues estos Ulises de hoy no sólo tienen forma de hombre-, los dejan morir si les conviene.
Llegan después al Estrecho, o más allá, y cruzan en patera, o bajo las asfixiantes lonas de un camión. No sabemos cuántos se quedan en el camino. Otros cruzan Asia y Europa, en autobús, o México, vadeando un río asesino y muros cada vez más altos. Todo por llegar a Occidente.
Y al final, tras meses o años de viaje, resulta que el paraíso sigue preñado de horrores.
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